Excerpt
Le reina de Ieflaria
Effie Calvin © 2020
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Capítulo uno
ESOFI
El castillo de Birsgen se había construido usando una piedra fría y gris, pero las habitaciones que albergaba en su interior eran luminosas y cálidas. El salón del trono estaba decorado con tapices elaborados y alfombras en tonos carmesí, esmeralda y zafiro, y un fuego crepitante en la pared de la habitación mantenía a raya la mayor parte del frío que residía en la piedra antigua.
Las complicadas faldas de la princesa Esofi del reino de Rhodia crujieron cuando se inclinó en una reverencia, rompiendo el silencio. Delante de ella se encontraban los tronos de terciopelo del rey Dietrich y la reina Saski del reino de Ieflaria. Tras ella estaban sus damas de compañía y los magos guerreros que la habían acompañado en su viaje de cuatro meses hasta el país que sería su nuevo hogar a partir de ahora.
Con todo el séquito de Esofi ocupando espacio en su interior, el salón del trono no era tan enorme como debería ser. Para hacer la situación incluso más incómoda, muchos de los residentes de la corte de Ieflaria se habían reunido para observar la llegada de la princesa, haciendo que el salón estuviera todavía más abarrotado.
La mayoría de los ieflarianos que Esofi había visto hasta ahora tenían el pelo oscuro y la piel clara, y sus ojos eran azules o grises, aunque en las ciudades más grandes se había encontrado con gente que provenía claramente de tierras lejanas como Anora y Masim. Las mujeres normalmente llevaban el pelo recogido en trenzas: las más jóvenes las dejaban caer libres y las mujeres mayores las recogían enrollándolas o colocándolas alrededor de la cabeza formando una corona. A Esofi le hubiera gustado poder ver sus caras y estudiar las reacciones a su presencia, pero sabía que tenía que confiar en que lo hicieran sus damas por ella mientras ella centraba su atención en los regentes.
—Os damos la bienvenida a Ieflaria en este tiempo tan triste —dijo el rey Dietrich—. Lamentamos que vuestra llegada haya tenido que ser bajo unas circunstancias tan desafortunadas.
Esofi tragó saliva. Todos los ieflarianos con los que se habían encontrado desde que entraron al país llevaban ropas grises, negras o de un color lavanda sombrío. La propia reina llevaba un vestido sencillo de color gris y una diadema simple de perlas, y el rey llevaba una chaqueta negra de terciopelo sobre una túnica y unos pantalones grises. Incluso los guardias y los sirvientes vestían de negro, en lugar de llevar las libreas carmesí y doradas que los libros y los tutores de Esofi le habían dicho que esperara.
Esofi se había puesto su vestido más sencillo en señal de respeto, al igual que sus damas. Pero la moda de Rhodia era dramáticamente más opulenta que la ropa que podía encontrarse en Ieflaria e incluía complementos de encaje, capas de enaguas con volantes y piedras preciosas bordadas en las telas. Incluso su conjunto más sobrio parecía irrespetuosamente lujoso comparado con los estilos simples que componían la moda de Ieflaria.
—Sí —dijo Esofi—. Lo siento muchísimo.
Tres meses. El príncipe Albion, el futuro esposo de Esofi y el heredero al trono del reino de Ieflaria llevaba tres meses muerto. Esofi nunca le había conocido, pero se habían escrito cartas desde que fueron lo bastante mayores para escribir. La pérdida todavía parecía irreal, como si todo fuera una broma terrible.
—Ya no podemos cumplir el contrato que se firmó hace quince años —dijo la reina Saski—. Tenéis derecho a regresar a casa si así lo elegís.
Pero la reina estaba equivocada. Esofi no podía volver a casa, igual que no podía transformarse en un pájaro y salir volando.
—Majestades —dijo Esofi—. Vuestras tierras han sufrido gravemente por los ataques de dragón en los últimos años, y seguirán sufriendo si no se hace nada. Como futura reina, era mi intención empezar a asegurar las fronteras del reino de Ieflaria de forma inmediata. Para ello he traído conmigo algunos de los mejores magos guerreros que la universidad de Rho Dianae puede ofrecer. —Hizo un gesto señalando el fondo del salón, donde había cincuenta magos vestidos con las túnicas azul oscuro que les marcaban como magos guerreros entrenados y bendecidos por Talcia, diosa de la magia—. Pero creo que este proyecto todavía puede llevarse a cabo, incluso ahora. Sigo dispuesta a casarme con vuestro heredero… vuestro nuevo heredero.
Tanto el rey Dietrich como la reina Saski parecieron aliviados, como si hubieran esperado que Esofi se recogiera la falda y se contonease durante todo el camino de vuelta a Rho Dianae.
—En interés de honrar el espíritu de nuestro acuerdo y proteger nuestras tierras —dijo el rey Dietrich—, estamos dispuestos a concedéroslo.
Aunque había sido su propuesta, Esofi sintió una suave punzada en el corazón al oír esas palabras. Albion hubiera sido amable. Albion hubiera sido atento. Siempre se había considerado afortunada porque su prometido parecía ser noble en modales además de en sangre y tan cercano a su propia edad. Esofi había visto bastantes caballeros violentos y damas despiadadas como para saber que Iolar le había sonreído cuando sus padres habían acordado su destino.
—Gracias, majestad —dijo Esofi—. Creo que mis padres no tendrían razón para objetar si los términos del matrimonio se mantienen.
—Entonces dentro de tres días formalizaremos el nuevo acuerdo. —El rey Dietrich le hizo un gesto a un sirviente que se apresuró en llegar a su lado. Esofi no pudo oír lo que el rey le dijo, pero el sirviente salió corriendo de la habitación inmediatamente.
Esofi trató de recordar quién era exactamente el heredero al trono del reino de Ieflaria ahora que Albion ya no estaba. Estaba segura de que alguien se lo había dicho en algún momento. El mensajero alado que le había llevado la noticia de la muerte de Albion quizás lo había mencionado, pero la mente de Esofi, obnubilada por el duelo, no ofreció ningún nombre. Su vista se encontró con la estatua de Iolar, el cuarto de los diez, que se alzaba imponente tras los tronos de sus majestades. Esofi le ofreció una oración rápida.
—Hemos preparado habitaciones para vos —dijo la reina Saski—. Los sirvientes os llevarán hasta ellas. Si no os gustan, podéis reordenarlas como deseéis. —La sonrisa de la reina era cálida y posiblemente incluso genuina.
—Gracias —dijo Esofi con otra reverencia—. El viaje ha sido largo. Será bueno descansar en una cama de nuevo.
—Tendréis tiempo de sobra para recuperaros del viaje —dijo la reina Saski—. No podemos empezar con los preparativos de la boda hasta que hayan pasado cien días de luto. Mañana tomaréis el té conmigo y conoceréis a mi hija, la princesa heredera Adale.
—Por supuesto, majestad —empezó Esofi—. Yo… —Pero el resto de las palabras se le atascaron en la garganta cuando lo que habían escuchado sus oídos se registró en su cerebro. La princesa heredera Adale. Había oído ese nombre antes. Era la hermana pequeña de Albion y la única hija que les quedaba ahora al rey Dietrich y la reina Saski. Albion la había mencionado en sus cartas, contándole historias de sus aventuras y travesuras.
Pero… ¿una princesa? Como la mayoría de la gente, Esofi no tenía una preferencia fuerte sobre el género de la persona con la que se casase. Pero casarse con alguien del mismo sexo era un privilegio que la realeza no podía permitirse a menudo, ya que la producción de herederos normalmente tenía prioridad sobre todo lo demás. Dos mujeres podían conseguirlo si una de ellas podía sostener una forma cambiada el tiempo suficiente, pero los hombres tenían que conformarse con mujeres que gestaran a sus hijos por ellos. La mayoría de la nobleza de su país optaba por no arriesgarse de esa forma con su linaje. Quizás era diferente en Ieflaria. O a lo mejor sus majestades simplemente estaban desesperadas.
Por suerte, la reina Gaelle de Rhodia les había inculcado una fuerza de voluntad de hierro a sus hijos, y de ese modo Esofi pudo controlar con éxito su deseo de darse la vuelta y observar las reacciones de sus damas. Se dio cuenta de que el rey y la reina todavía estaban esperando a que terminase de hablar.
—Yo… creo que eso sería agradable —completó. Entonces se llevó el dorso de la mano a la frente tan delicadamente como fue capaz—. Diosa, cómo me ha agotado el viaje.
—Entonces id, descansad —dijo la reina Saski—. Hablaremos de nuevo mañana.
Despedida al fin, Esofi hizo una última reverencia antes de darse la vuelta y dirigir la procesión hacia el exterior del salón. Una vez en el corredor, el capitán Henris se acercó a ella. Llevaba la misma túnica azul oscuro que el resto de los magos guerreros, pero la suya estaba decorada con un bordado plateado. El capitán Henris ya no era un hombre joven pero había servido bien a Esofi durante el viaje, y ella descubrió que confiaba en él sin reservas.
—¿Sus órdenes, princesa? —preguntó.
—Puedes mandar a los magos a los barracones —dijo Esofi—. Diles que les agradezco su servicio. Y búscame mañana por la mañana antes de que me reúna con su majestad.
—Por supuesto, princesa —dijo.
Con la salida de los magos el corredor quedó mucho menos abarrotado y Esofi dirigió su atención hacia sus damas. Le acompañaban tres, y todas habían elegido venir a Ieflaria con ella. La primera era lady Lexandrie, la segunda hija del duque y la duquesa de Fialia y prima lejana de Esofi. Había sido su dama de compañía desde que las dos tenían trece años. Era una mujer alta con el pelo dorado que caía formando una cascada y semblante real. Si Lexandrie tenía algún defecto, el mayor de todos era la cabezonería, seguido de cerca por una creencia arraigada de que nadie en el mundo había trabajado tan duramente o sufrido tan desesperadamente como ella lo había hecho en sus dieciocho años de vida en el palacio de marfil de Rho Dianae.
Después estaba lady Mireille, hija del barón y la baronesa de Aelora. Con seis hermanos mayores, sus posibilidades en Rhodia no habían sido grandes… pero su ambición sí lo era. Esofi todavía no estaba completamente segura de cómo la joven había conseguido ganarse un sitio en la procesión real, pero eso ahora no importaba. Los papeles de viaje de Mireille habían proclamado que tenía dieciséis años, pero su rostro juvenil podría haber pasado por el de una chica de doce.
La presencia de Mireille había sido bienvenida en el largo viaje. Era una joven inteligente y alegre, desesperadamente ansiosa por complacer y solo tendía a la timidez en ocasiones. Se daba prisa con entusiasmo para completar cualquier tarea que Esofi les mandara, y a Lexandrie siempre le parecía bien dejarla trabajar sola hasta que a la tarea le quedaban unos pocos minutos para ser completada.
De algún modo, Esofi sentía que ella y Mireille compartían un tipo de alianza. Mientras que estaba segura de que Lexandrie volvería a Rhodia algún día, Mireille y Esofi no lo harían nunca. No quedaba nada para ellas allí. Ieflaria se convertiría ahora en su mundo.
Y por último estaba lady Lisette de Diativa, que no era realmente una dama, ni de Diativa, y ni siquiera se llamaba Lisette. Era una mujer diminuta con los ojos negros y el pelo del color de la luz de la luna que podía pasarse días sin decir ni una sola palabra. Esofi no estaba segura de cuántas cuchillas, ganzúas y venenos Lisette llevaba consigo, pero estaba bastante convencida de que el número era absurdamente elevado. Era una chica inquietante hasta que uno se acostumbraba a ella, pero la madre de Esofi había insistido en su presencia en el carruaje real.
—Qué bienvenida tan agradable —dijo Lexandrie en un tono brillante e insulso—. ¿No os lo ha parecido, princesa?
—Sí, por supuesto —dijo Esofi en un tono igual de alegre (sabía perfectamente que podía haber un número de personas escuchando, esperando oír alguna palabra en contra de los regentes o una prueba de debilidad). El hecho de que hablasen en el lenguaje de Rhodia no les aseguraba ninguna protección—. Aunque estaré contenta de poder descansar los pies por fin, y de beber una taza de té.
—Princesa Esofi —dijo una mujer que salía del salón del trono tras ellas. Parecía tener más o menos la misma edad que la reina Saski y llevaba un vestido lavanda decorado con perlas. Según la moda de Ieflaria, su largo cabello estaba recogido en unas trenzas enrolladas—. Soy la condesa Amala de Eiben, dama de compañía de la reina Saski. Su majestad me ha pedido que os guíe a vuestros nuevos aposentos.
—¡Oh! Por supuesto —dijo Esofi, dando un paso a un lado para que Amala pudiera ponerse al frente.
Amala caminó por el corredor iluminado con lámparas con pasos rápidos y decididos, hablando con candidez mientras andaba, nombrando cada habitación cuando pasaban por su lado. Esofi les lanzó una mirada a sus damas y Lisette tenía una expresión particularmente intensa en la cara. Esofi sabía que podía confiar en que recordaría todo lo que les estaban diciendo y agradeció su presencia.
Continuaron a través de un laberinto de pasillos de piedra, mientras que los sirvientes y la nobleza se hacían a un lado para observar a los extranjeros que habían llegado a su castillo. Esofi mantuvo una sonrisa ensayada en sus labios todo el tiempo, hasta que al fin Amala se paró frente a una gran puerta decorada con una talla que mostraba un unicornio en un prado.
Amala sacó una llave del bolso que tenía en el cinturón y abrió la puerta.
—Estas serán sus habitaciones, princesa. Encontrará habitaciones contiguas para sus damas y su majestad ya ha asignado sirvientes que velarán por sus necesidades.
Amala le hizo un gesto y Esofi pasó al interior. La primera habitación era un recibidor ostentoso, amueblado en el estilo de Ieflaria, que consistía en maderas oscuras talladas intricadamente y alfombras y tapices del color de piedras preciosas. Las lámparas de aceite de cristal le daban a la habitación un brillo dorado y un pequeño fuego ardía en la chimenea de piedra.
Una mujer de mediana edad esperaba de pie en el centro de la habitación. Era una mujer de huesos grandes y pelo plateado, con una nariz que parecía un pico de águila. Llevaba el uniforme del personal del castillo, pero Esofi supo con un solo vistazo que aquella mujer no era una sirvienta.
—La señora Abbing es el ama de llaves del palacio —explicó Amala, y la mujer hizo una reverencia. Esofi le inclinó la cabeza.
—Si hay algo que necesite, princesa —dijo la señora Abbing—, dígaselo a cualquiera de mis chicas. Si las coge remoloneando mándemelas a mí directamente y yo lo arreglaré. Vendremos a limpiar una vez a la semana mientras están en el servicio del amanecer.
Esofi asintió de nuevo. No había un día en el que el templo de Iolar no ofreciera un servicio al amanecer y el correspondiente servicio al anochecer, pero la mayoría de la gente únicamente acudía el primer día de la semana. En algunos círculos, ese primer servicio se consideraba obligatorio.
—Ese será su dormitorio, princesa —explicó Amala, señalando una puerta a un lado de la habitación—. Encontrará que los sirvientes ya están deshaciendo su equipaje. Deberían terminar en menos de una hora. Y para sus damas, sus habitaciones están tras esa otra puerta. Si necesita algo, su majestad ha ordenado que le sea dado.
Y tras decir eso, Amala se excusó. La señora Abbing fue a la habitación de Esofi para gritar a los sirvientes, y Esofi se sentó inmediatamente en el sofá más cercano y se quedó maravillada con su suavidad. Después de tres meses en el mar y otro en un carruaje, casi había olvidado lo que eran los muebles de verdad.
—Bueno… —empezó Lexandrie, solo para ser interrumpida por Lisette, que levantó un dedo pálido y delgado en el aire.
—Todavía no —dijo Lisette, y se embarcó en una inspección rápida de toda la sala. Esofi se sentó muy quieta mientras Lisette lo examinaba todo, dando la vuelta a los cojines y sacando los libros de las estanterías, y hasta golpeando las piedras de las paredes. Tras unos momentos, Lisette pareció satisfecha.
—No hay nada aquí, al menos —dijo.
—¿Entonces puedo hablar ahora? —preguntó Lexandrie. Después, sin esperar la respuesta, continuó—. Esofi, ¿te has dado cuenta…?
—¿De que pretenden que me case con la princesa Adale? Sí —dijo Esofi.
—¿Y accederás?
—No supone ninguna diferencia para mí, ¿no? —contestó Esofi—. Tendré que casarme con alguien al finalizar el periodo de luto. ¿O preferirías que volviera a casa y les dijera a mis padres que he rechazado a la heredera al trono de Ieflaria?
—Por supuesto que no —dijo Lexandrie—. Pero no eres una plebeya. Necesitas herederos. Y sé que no puedes sostener un cuerpo cambiado el tiempo suficiente para…
—¡Pero a lo mejor la princesa Adale puede! —interrumpió Mireille.
—A lo mejor ella puede —concedió Esofi—. O a lo mejor ya hay una larga lista de herederos y por eso sus majestades no están preocupadas. Hasta que no hable con la reina Saski mañana no lo sabremos, y no emplearé más tiempo preocupándome por ello, no cuando hay una cama recién hecha y un fuego cálido esperando en la habitación de al lado.
Afortunadamente, no parecía que ninguna de sus damas estuviera de humor para discutir, y las cuatro se sentaron en un silencio exhausto hasta que los sirvientes salieron dirigidos por la señora Abbing, que les deseó las buenas noches y les recordó que si necesitaban algo no tenían más que pedirlo, sin importar la hora.
Las damas entraron en la habitación de Esofi, que estaba amueblada de manera similar al recibidor. Había una zona con una estantería y una mesa de trabajo y una mesa sobre la que descansaba un bol de fruta que no les era familiar y que Lisette les ordenó a todas no tocar. La pared más alejada tenía una gran ventana por la que se podían ver los jardines sobre los que ya se asentaba el crepúsculo.
Las damas de Esofi comenzaron su tarea de desatarle el complicado vestido y los corsés. Tras una búsqueda breve pero frenética, Mireille encontró sus camisas de noche en el vestidor.
Una vez en la cama, Esofi trató de mantener sus pensamientos libres de especulación, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Dirigió sus pensamientos hacia los dioses, como le habían enseñado en su niñez.
Había tantos dioses en Asterium como estrellas en el cielo, aunque Esofi solamente se dirigió a los diez principales. Se preguntó si Iolar estaba observándola desde Solarium pero descartó el pensamiento tachándolo de arrogancia de inmediato. Al ser una princesa, sabía que entraba sólidamente en su dominio, pero nunca había sentido la conexión espiritual profunda que debía con el padre de todos los hombres.
¿Quizás Talcia estaba observando en su lugar desde su hogar en Dia Asteria? Quizás. Pero parecía infinitamente más probable que estuviera siendo observada por una deidad extremadamente menor desde un diminuto rincón de Asterium del que nadie había oído hablar antes.
Cada dios, sin importar lo menor que fuera, tenía un lugar en Asterium al que llevaban a sus amados seguidores tras sus muertes. La única excepción era Eran, Dios de los Sueños, que llevaba a los vivos a Ivoria casi todas las noches.
Esofi sabía que los miembros de su familia que ya habían fallecido estaban casi con seguridad con Talcia. Se preguntó dónde estaría Albion. En Solarium, probablemente, rodeado por algunos de los más valientes e inteligentes regentes que Inthya había conocido, donde podrían hablar y debatir durante toda la eternidad.
Ese pensamiento hizo que le doliera el corazón.
Esofi estaba cansada del viaje y las sábanas estaban calientes gracias a las piedras de calor que habían colocado los considerados sirvientes. Se durmió rápidamente. Si fue invitada a Ivoria aquella noche, al despertar no lo recordaba.
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